Querido presidente:
Cada vez me cuesta más trabajo llamarte así. Has promovido demasiado odio, desprecio y agresión como para seguirte queriendo. Siempre es duro vivir de cara al precepto de Jesús de amar a los enemigos. Muchas víctimas, desde hace 10 años, nos levantamos cada mañana luchando contra nuestro odio para ponernos del lado del perdón que va de la mano de la justicia. Tú, en cambio, te has empeñado en lo contrario: al perdón has opuesto el linchamiento; a la justicia, la venganza; a la amistad, que es contraria a la complicidad, el desprecio y la aversión. Tu lectura del Evangelio ha sido más la del fariseo o la del inquisidor, que la de un hombre que lucha contra sí mismo para ser un digno discípulo del pobre de Nazaret.
Si te lo escribo de manera directa en una nueva carta es porque el 14 de septiembre se cumplieron dos años de los compromisos que estableciste en el Centro Cultural Tlatelolco con las víctimas de esta nación desgarrada, para crear un mecanismo extraordinario de Verdad y Justicia que trazara una ruta correcta hacia la paz.
Al día siguiente no sólo les diste la espalda, sino que, como Calderón, a quien tanto odias y quien tanto te odia –quizá porque en el fondo se parecen demasiado–, y Peña Nieto, reforzaste la presencia del Ejército en las calles y desmantelaste, además, las endebles instituciones que las víctimas creamos como un camino hacia esa justicia necesaria.
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El saldo es aterrador. Sin contar los cerca de 300 mil asesinados, más de 70 mil desaparecidos y 873 fosas clandestinas que heredaste como deuda de Estado y que ese día en Tlatelolco te comprometiste a resolver, tu traición nos ha costado ya 53 mil asesinados más (hombres, mujeres y niños), más de 5 mil desaparecidos, masacres en todas partes de la República y un absurdo intento por normalizar el horror. Dejo a un lado tu desprecio por los niños que mueren de cáncer y por las decenas de miles de muertos por la pandemia.
Ante ese panorama, que la masacre de la familia LeBarón evidenció, del 23 al 26 de enero de este año realizamos la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz, que buscaba retomar la agenda de Tlatelolco.
Pese a la dignidad de la caminata, tu actitud no sólo fue el desprecio –“me dan flojera”, “son un show”, etcétera–, sino que, además, Morena envió a un grupo de provocadores que nos cerró el paso en el Zócalo, mientras los tuits y los bots de tus correligionarios deslegitimaban con mentiras e insultos las razones de la caminata.
Poco después, el 8 y el 9 de marzo, las mujeres de esta nación marcharon y paralizaron el país en protesta por la imparable ola de feminicidios. Tu respuesta fue también la descalificación: “es claro que la derecha está metida”.
Ni las víctimas ni la gente te importan. Te interesa una entelequia llamada “pueblo”, una abstracción que, como toda abstracción, sólo sirve para justificar el desprecio, el odio y la violencia.
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Hoy la respuesta de las víctimas ha sido más radical: la toma de la CNDH por parte de ellas y de colectivos feministas, y la ocupación desde hace siete meses de la CEAV por parte de otros colectivos.
Lo que no quieres entender, presidente, es que el Estado, aún bajo tu gobierno, está capturado por la corrupción y el crimen. No importa que nos quieras hacer pasar el linchamiento mediático como justicia, y la atención de casos como el de Ayotzinapa, que ni siquiera has resuelto, como justicia transicional; no importa que cada mañana construyas un nuevo enemigo para alimentar el odio y tu negativa a enfrentar el sufrimiento y la muerte de tu gente.
Lo que importa es que los símbolos de la patria están vacíos, como lo muestran la bandera nacional baleada y ensangrentada que el 26 de enero te dejamos en Palacio Nacional junto con los documentos de Justicia Transicional y la verdad de la poesía, la intervención al cuadro de Madero en la CNDH y tu soledad en el Zócalo el día del grito.
Lo que importa es que en ese vacío el país se desangra, que Morena, los partidos políticos y tu gobierno siguen, como los que te precedieron, llenos de corrupción y vínculos con el crimen organizado, y que la única manera de escapar de ello y devolverles su ser a los símbolos patrios es crear, como te comprometiste hace dos años, ese mecanismo extraordinario de Verdad y Justicia con apoyo de la ONU y de la comunidad internacional.
El Estado mexicano que hoy encabezas es, por su podredumbre, incapaz de juzgarse a sí mismo. Requiere de ese acto de humildad y grandeza. Lo han vuelto a gritar las víctimas y las feministas desde la CNDH y la desmantelada CEAV. Eso implica abandonar tu odio, llamar a la unidad y aceptar comparecer también ante la verdad. Pero no lo harás. No tienes esa grandeza. Eres, pese a tu pregón de honestidad –nunca he visto a un ser humano pregonando que es un ser humano–, igual que los otros.
OJO:
“Por sus frutos los conocerán”, y los tuyos, hasta ahora, están tan podridos como los de Calderón y Peña Nieto. Sé que esta carta es en vano. Eres de los que tienen ojos, pero no ven; de los que tienen oídos, pero no oyen. Pese a ello es mi deber decírtelo.
Nada será más doloroso que al final de tu mandato, sobre más ruinas, más fosas, más cadáveres, más mujeres violadas y asesinadas, más venganzas y linchamientos reales y virtuales; en medio de la violencia que crece y propicias, tengamos que decirte lo que ya desde hoy te decimos como una advertencia: “te lo dijimos, presidente”. Entones pasarás a la historia no como el gran reformador que pretendes ser, sino como uno más de la larga cadena de traidores que destruyeron la patria.
Este análisis forma parte del número 2290 de la edición impresa de Proceso, publicado el 20 de septiembre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí
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