A 50 años de la muerte de Julio Torri

El año pasado se conmemoraron los 130 años del nacimiento del escritor coahuilense Julio Torri, y este mayo los 50 de su muerte. La Academia Mexicana de la Lengua, presidida por el escritor Gonzalo Celorio, decidió dedicarle este mes, julio, con un programa de actividades. En este artículo se revalora la pasión de Torri por los libros, la escritura y la amistad, sobre todo la que lo unió a sus coetáneos del Ateneo de la Juventud, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.

 CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Infatigable en su trato con los libros, Julio Torri fue sobre todo un lector afortunado. Entre 300 y 400 páginas a diario recorría con provecho abundante en su extendida juventud (física y anímica), dando sentido al tiempo malgastado en las ocupaciones vulgares con que se ganaba el pan.

Fue haciéndose de los ejemplares de una rica biblioteca que construyó, con paciencia y arrobo, con una natural sabiduría, y muy en especial gracias a la guía certera y amplia de su amigo Pedro Henríquez Ureña –el agente motor y unificador del Ateneo de la Juventud.

Torri –nacido en Saltillo, Coahuila, en 1889– viajó a la Ciudad de México en 1908 con el propósito de estudiar en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Hizo allí amigos cuya cercanía sería determinante; entre ellos contaría especialmente Alfonso Reyes, coetáneo suyo, un joven de brillos seductores y conocimiento y dotes asombrosos.

Atina José Emilio Pacheco (Proceso 226, 2 de marzo de 1981) al señalar que la correspondencia epistolar que muy pronto surgiría entre Torri y Reyes “se presta a muchas reflexiones sobre la amistad en general y las amistades literarias en particular”.

Una primera confirmación: entre amigos la admiración es decisiva. Y entre amigos escritores, siendo recíproca, aquella admiración atesora sus mayores potencias dentro de la que concentra y despliega Torri por su compañero de Monterrey.

De expresión contenida, partidario sin pausa de la elipsis, el guiño irónico que confía en la inteligencia del otro y sobre todo en el misterioso poder de la palabra, Julio Torri –sin abandonar estos recursos– no teme a las exaltaciones sin límite, a la expresión acorde con sentimientos que a más de cariño no pueden ocultar necesidades profundas.

En la edición de su Obra completa (Fondo de Cultura Económica, 2011) puede hallarse un buen número de expresiones suyas, tales como ésta, remitida desde Torreón el 5 de abril de 1910 –es decir, previamente al levantamiento maderista y unos años antes de que los dos jóvenes escritores se encontraran en la Universidad Nacional:

“Mi querido don Alfonso: le agradezco infinitamente su carta y tengo vivísimos deseos de abrazarle. Con una amistad franca y leal corresponderé el favor que usted me hace eligiéndome como compañero de estudio.

“En mi afecto para usted siempre ha habido sus puntos de respeto religioso (no se ría usted); nunca he podido tratarle de amigo a amigo; delante de usted me sentía cohibido, desazonado, no sé cómo decirlo; y cuando quedaba solo me daba mucha tristeza pensar que cada vez me alejaba más de su corazón con mi timidez, mi poquedad y una afectación involuntaria, algo de innatural en mí que nunca pude vencer estando usted delante, y que me venía de una especie de incomodidad espiritual, en fin, usted que es tan sabio en estas cosas, puede desenredarme esta serpiente.”

No dejemos de tener en cuenta que aquellos corresponsales tenían la misma edad (20, 21 años), lo que hace más notable el tono emocional de las líneas de Torri. Y una cosa más: es del todo imposible dudar de la sinceridad del coahuilense.

Uno tiene la sospecha de que Torri, quien entre sus personajes míticos situó a Don Juan, al que supo mirar a distancia y con ojo agudo, no habría ni por asomo de dirigirse de este modo finamente descarado a mujer alguna, desde una mirada no muy favorable a las mujeres que desplegó con delicadas y contundentes ironías.

Aquella amistad, recuerda José Emilio Pacheco, halló sus grados más intensos cuando los dos muchachos estaban entre los 20 y los 24 años. Luego iría disipándose al tiempo en que cada uno siguió los caminos previsibles.

Reyes uno totalizadaor, que no deja asunto o época, autor o estilo, hecho o proceso, sin la observación precisa, sin el registro de la mejor prosa en español del siglo. Torri, por su parte, un sendero discreto, de tono medio, distante de las grandes luces y del fulgor de famas y reconocimientos, a la vez, y sin duda, bien provisto de breves y firmes maravillas.

La vida de Julio Torri ha de tomarse como un modelo de lealtad a la vocación. “No se equivoca usted –le expresa a “don Alfonso”– al suponer que quiero mantenerme y vivir por cuenta propia; mi padre, reprochándome un día que miraba más por los clásicos españoles que por los libros de texto, me amenazó, sin querer, con retirarme su apoyo y ayuda; después ha procurado hacerme olvidar sus palabras, pero yo creo que no es decoroso para mí el seguir viviendo de su dinero.

Por eso le ruego que me ayude a conseguir cualquier cosa que me baste para proveer a mis gastos indispensables”.

Reyes, no siempre con éxito, estuvo sin falta dispuesto a auxiliar a su amigo en su intercambio: la obtención de su libertad espiritual a cambio de “mi esclavitud material”.

En el campo literario, la comunicación con Reyes cursó sobre todo por el camino de los autores españoles; haciendo una eficaz mancuerna pedagógica, Henríquez Ureña puso en el tablero rutas que parecían de más arduo acceso: las obras del ensayista inglés Charles Lamb o las del novelista francés Jules Renard.

En ellos Torri encontró una verdadera afinidad, tanto en el estilo (económico, seco, concentrado) como en el tono (una ironía de contornos apenas disimulados, apelaciones continuas a la ampliación de la mirada y a la manifestación de la otra cara que cada cosa guarda).

Hacia 1912 –registra Beatriz Espejo en su nota de introducción al cuadernillo de la serie Material de Lectura (UNAM, 1986) dedicado al escritor saltillense– Torri se hace de un ejemplar de Gaspar de la nuit, del vanguardista francés Aloysius Bertrand.

De aquella lectura, escribe Espejo, nace el deseo de “perfeccionar el género de la prosa breve instalada en el ‘novísimo barco’ y le sacó chispas a la sonrisa, filo a la síntesis, a la paradoja ideal para la sugerencia que desemboca en el silencio, esto es en lo que no dice totalmente”.

Pasado el tiempo del Ateneo y sobrevenida la natural dispersión de sus integrantes, Julio Torri cumple su “esclavitud material” al lado de sus excompañeros: trabaja de modo muy cercano a José Vasconcelos, quien estaba decidido a salvar al país mediante los bienes de la educación y la cultura desde la Universidad Nacional, y antes de fundar la Secretaría de Educación Pública lanza la colección de Clásicos, en su tiempo cuestionada por su costo altísimo y con los años celebérrima y conocida como “los Verdes”.

De allí en adelante Torri será un excelente profesor. Impartió sus lecciones en todos los niveles. Fue un maestro querido y venerado en la Secundaria Tres, de la avenida Chapultepec, recordaba a menudo un sonriente y nostálgico Jorge López Páez; en la Escuela Nacional Preparatoria; en la Facultad de Filosofía y Letras, donde hacia valorar a sus discípulos nociones básicas, evocaba Pacheco: “[Mariano José de] Larra es un gran estilista. Si quieren aprender español, tienen que leerlo”; o los incontables aciertos de Juan Valera.

Y siguió escribiendo, de acuerdo con aquella “poquedad”, ahora debida a su excesiva autocrítica. Publicaba muy de vez en cuando en algún periódico o en revistas –como Tierra Nueva, de Alí Chumacero, Jorge González Durán, José Luis Martínez y Leopoldo Zea–.

En 1983 aparece una obra imprescindible para conocer los aires, las luces y la entraña del coahuilense: El arte de Julio Torri (Editorial Oasis), debida al amor y la paciencia del crítico e investigador francés Serge I. Zaïtzeff.

Aquel mismo texto habría de incorporarse a la edición –preparada por el propio Zaïtzeff y publicada por el FCE en 2011 de la Obra completa, que incluye Tres libros (Ensayos y poemas, De fusilamientos y Prosas dispersas; Diálogo de los libros; El ladrón de ataúdes; Otros textos dispersos y Borradores).

Lector infatigable. Lector devoto. En 1957, en una entrevista publicada en México en la Cultura, le dice a Emmanuel Carballo que quién sabe cuántas veces ha disfrutado las aventuras y desventuras de El Periquillo Sarniento –presumía de poseer la primera edición–, y enfatiza la importancia en su visión del mundo de la obra de Platón.

Uno de sus ensayos es una encendida y razonada exaltación de la figura, las audacias y los trabajos de Oscar Wilde. Contraría a un impaciente Antonio Caso, elogia la bondad y la poesía de Mariano Silva y Aceves –su mejor amigo–.

Inventa personajes imposibles, como el Salva-Obstáculos, en un cuento maravilloso sin hipérbole y titulado así, como aquel ser de hazañas increíbles. Tan curiosos como irónicos, sus ojos sin cesar calculan probabilidades y descubren la esfera literaria, la búsqueda de una estrella, la de la página perfecta.

Juan José Reyes (México, DF, 1955) Escritor, ensayista, catedrático, director de la revista Cultura Urbana de la Universidad de la Ciudad de México

Este texto forma parte del número 2282 de la edición impresa de Proceso, publicado el 26 de julio de 2020, y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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