Introitus
Dales, Señor, la luz perpetua que los ilumine…
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 1 de julio de 2020, fecha de entrada en vigor del T-MEC, es un fasto que pervivirá en la memoria colectiva mexicana. Los augurios fueron favorables y los ritos constitucionales consumaron el proceso de ratificación de este tratado.
Ahora es momento de conjugar el pretérito en tiempo presente. El veredicto resulta contundente: el T-MEC es sin duda un laurel para los Estados Unidos.
La denominación inicial del tratado es altamente reveladora: se privilegiaron las siglas en inglés y la abreviatura de los Estados Unidos (USMC). De esa manera, su filiación resulta incontrovertible, y su paternidad, incuestionable. Ante ello, el Estado mexicano tardó en recapitular y terminó por designarlo con el acrónimo T-MEC (Tratado México-Estados Unidos-Canadá).
Una constante distinguió las negociaciones: el hecho de que el idioma de origen del tratado fue siempre el inglés. Peor aún, el anterior jefe del Estado mexicano lo suscribió en esa lengua, no obstante que durante su sexenio quedó evidenciada la precariedad de sus conocimientos lingüísticos; con todo, privilegió un idioma distinto al de su país, y no fue sino tiempo después que, con parsimonia, el texto del tratado fue traducido al español.
En México, los análisis preliminares hubo que hacerlos recurriendo al portal de internet, siempre disponible, de la oficina del representante comercial de los Estados Unidos (Office of the United States Trade Representative en la terminología estadunidense).
El T-MEC fue negociado con una inhabitual premura debido fundamentalmente, por el lado mexicano, a la inminencia de la terminación del plazo constitucional de la administración federal, aun cuando, en el epílogo de cualquier negociación comercial, es una regla de oro que el apremio abona en beneficio de la contraparte, que observa en ello un elemento de vulnerabilidad. A lo anterior se añade la complejidad misma del T-MEC y el hecho de que los tiempos internacionales y domésticos requieren de un debate y de un proceso de maduración para poder ser comprendidos de manera cabal, y con mayor razón tratándose de instrumentos de esta naturaleza.
Finalmente, en la apertura de la decimotercera reunión de la Cumbre del G20, efectuada el 30 de noviembre de 2018 y ya en los estertores de la administración federal mexicana, el T-MEC fue suscrito en Buenos Aires.
Las parafernalias constitucionales se sucedieron; la actual Legislatura del Senado aprobó al unísono el tratado en junio de 2019 (Diario Oficial de la Federación del 29 de julio del 2019). Aun así, en forma inesperada, Washington reabrió la discusión que derivó en la suscripción de un protocolo modificatorio y dos acuerdos paralelos en diciembre de 2019.
La aprobación por parte del Senado se realizó en forma unánime y sin mayor apuro dos días después de la suscripción (DOF, 21 de enero de 2020). El Congreso de los Estados Unidos hizo lo propio el 29 de enero del presente año, una vez que fueron satisfechas todas las reivindicaciones estadunidenses.
Con la ratificación del T-MEC se da paso a las exequias del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en vigor desde el 1 de enero de 1994, que fue pionero en la confección de zonas regionales de libre comercio y sin duda uno de sus referentes.
Sin embargo, el debate se inicia en México tras un letargo enigmático. Este análisis, al que habrán de sucederse otros, se concentra sobre todo en las industrias culturales y sus productos, que abarcan los bienes y servicios del ramo. Estas últimas se insertan en un contexto que intenta equilibrar la interfase, así sea precaria, entre economía y cultura y sus diversas expresiones.
Era previsible en consecuencia que la creación de un sistema comercial regional estable y con alto grado de certidumbre buscara asegurar este equilibrio. Las premisas de origen obligaban a adoptar un posicionamiento de principio: o bien las expresiones culturales se dejaban a la suerte del libre mercado o se les sujetaba a reglas que respondieran a políticas públicas del Estado. México optó sin cortapisas por la primera.
Kyrie
Señor, ten piedad
Ciertamente el T-MEC tuvo un alumbramiento intrincado; con todo, resulta innecesario insistir en la importancia primordial que tiene para México, más aún cuando las expectativas nacionales e internacionales han dado buena cuenta de ello.
Difícilmente en el entorno mexicano se han escuchado voces distintas que a las que expresan las más variadas manifestaciones de beneplácito por la conclusión del T-MEC, aun cuando la trascendencia de este instrumento podrá colegirse únicamente de su aplicación. No obstante, se puede anticipar desde ahora algunas consecuencias.
Para efectos de este análisis, conviene poner en relieve el modelo cultural que desarrolla el T-MEC, así como ponderar si corresponde a los intereses nacionales.
Interesa y mucho observar cuáles han sido las variables consideradas en el caso de la salvaguarda de la cultura en el ámbito internacional y cuáles fueron las posibilidades reales en las negociaciones comerciales para su sobrevivencia.
En una primera aproximación, pareciera que los entornos de economía y cultura son tan disímbolos como excluyentes; esta inferencia empero es inexacta; para tener una mejor perspectiva y poder identificar los puntos evolutivos, el perímetro del análisis debe tomar como punto de referencia otras negociaciones comerciales.
Si bien es cierto que la enorme versatilidad de los tratados de libre comercio los hace muy heterogéneos y de sistematización compleja, destaca en ellos una constante: la persistencia de la salvaguarda cultural en diferentes formas.
En el caso mexicano, sin embargo, no nos podemos llamar a sorpresa: la conducta del Estado en los foros comerciales ha sido de nula consideración por la salvaguarda de las expresiones culturales del país. Peor aún, México ha militado siempre en el otro extremo, donde el único interés que importa es el económico.
Por consiguiente, este tratado se halla muy lejos de provocar exultación en el sector de la cultura, ya que éste quedó totalmente inerme. En este sentido son muy reveladores los apartados del T-MEC en la materia, incluidas las fútiles excepciones culturales mexicanas (Anexo 15E). Lo cierto es que su entrada en vigor conllevará serias repercusiones en el ecosistema cultural mexicano.
Graduale
Dales, Señor, la luz perpetua que los ilumine
Como una respuesta a los sistemas colonialistas hegemónicos prevalecientes en diversas partes del mundo, en el siglo XX se desarrolló el principio de la libre autodeterminación de los pueblos, postulado reconocido inicialmente en la Carta fundacional de la Organización de las Naciones Unidas (artículo 1.2) y posteriormente en su primera expresión cultural: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (Diario Oficial de la Federación del 12 de mayo de 1981).
A raíz de la Declaración de México de 1982 con motivo de la Conferencia Mundial de Políticas Culturales, en la década de los ochenta cobra impulso la teoría antropológica del Estado a partir de la cual la cultura toma un lugar preponderante.
En lo sucesivo, cultura o culturas se irán enriqueciendo con un significado contingente, híbrido, dinámico y fluido; la consecuencia era previsible: una aleación de las culturas con el concepto de soberanía. Surge entonces la noción de soberanía cultural, bajo la premisa de que todas las culturas son iguales e igualmente valiosas.
De esta manera las minorías mexicanas se convierten en constelaciones culturales de poder en el espectro social; constelaciones que, a su vez, deberían considerarse paradigmas armónicos en donde pudieran florecer la interacción y el diálogo cultural.
Bajo estas nuevas consideraciones, los actores dominantes en el espectro social estaban llamados a impulsar y fortalecer la soberanía cultural, en el entendido de que ésta se erigía como un vehículo con capacidad decisoria para reafirmar la libre autodeterminación de grupos y comunidades culturales y, con ello, el principio de autogeneración de la cultura.
Dos de los elementos primarios de composición de este tipo de soberanía, como son la identidad y el legado culturales, han servido para neutralizar decisiones lesivas del Estado mexicano en la materia. Con ello la soberanía cultural ha demostrado ser un mecanismo valioso para la estabilidad social; de ahí la importancia de su defensa.
Habrá que repetirlo una y otra vez: el derecho soberano del Estado mexicano es el de conservar, adoptar e implementar políticas que estime oportunas para la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales en su territorio.
Rex tremendae
Rey de tremenda majestad, que salvas a quien salvación merece
Ahora, en plena era digital, el país enfrenta desafíos que obligan al diseño de nuevas formas de defensa de la soberanía cultural.
El punto de origen de cualquier análisis en esta materia debe partir de un enunciado: el advenimiento de la economía digital, cuyo corolario es la transfiguración de la economía y la redefinición del comercio.
En una economía digital, la estructuración de los ecosistemas digitales culturales presupone la construcción de un internet seguro, neutral, democrático, multicultural, incluyente y transparente que pudiera beneficiar al conjunto de la población, con independencia y múltiples actores que aseguren contenidos abiertos.
Un internet con estas características constituiría una garantía para los individuos, grupos y comunidades culturales que promueven la diversidad. Proteger sus derechos significaría proteger la innovación y la creación, lo que vigorizaría las industrias culturales y creativas, que son un estímulo para el crecimiento económico y el desarrollo.
Sin embargo, los negociadores mexicanos rehuyeron la opción de preservar la capacidad del Estado de elaborar nuevas políticas culturales en este ámbito y confinaron el tema de la neutralidad y universalidad del internet. La consecuencia es más que obvia: un serio debilitamiento del derecho soberano del Estado a modular y promover la diversidad de las expresiones culturales, así como a fomentar los mecanismos necesarios para la emersión de industrias culturales y creativas en el universo informático.
Las creaciones nacionales, habrá que reiterarlo, son inherentes a la libertad de expresión en sus diversas vertientes, como la artística, la de información y la de comunicación, que son los componentes de nuestras libertades fundamentales, ahora severamente desguarnecidas por el T-MEC.
El Estado se inclinó por considerar que los productos culturales extranjeros tendrían un impacto reducido sobre las culturas nacionales; estimaba que sus políticas en la materia bastarían para mantener a salvo la identidad nacional, cuando ni siquiera se tenían claras las características de ésta.
Más aún, los mandarines mexicanos no creyeron oportuno prever eventuales medidas proteccionistas para los productos culturales mexicanos, y acabaron rindiendo y entregando la plaza: con el T-MEC abandonaron al libre mercado la salvaguarda de las industrias culturales.
Lacrimosa
Dios, ten compasión de ellos
Ante la eventualidad de que se manifiesten controversias en el seno del T-MEC, México convino con sus socios comerciales una base jurídica sólida que les permite a éstos, con legitimidad legal, emprender mecanismos de retorsión. En otras palabras, cualquier medida legislativa contraria al T-MEC legitimaría las represalias comerciales, con el agravante de que en nuestro sistema los tratados internacionales prevalecen sobre la normativa doméstica, incluida la federal.
Mélanie Joly, quien fuera ministra del Patrimonio canadiense, hizo hincapié en que, al final de las negociaciones del T-MEC, Canadá había defendido con enjundia sus industrias culturales; una actitud opuesta a la de los negociadores mexicanos; éstos se extraviaron en la inmensidad del oscurantismo y, peor aún, soslayaron que es el argumento democrático el que legitima la intervención del Estado en el espacio público y permite la participación del ciudadano en la vida cultural.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.
Publicar un comentario