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El mal gusto de no saber para qué sirve el buen gusto
Hay algunos aspectos de nuestra realidad para los cuales nuestra opinión es irrelevante.
William James
No viajó nunca y murió en el pueblo que nació: Konigsberg. El filósofo alemán Immanuel Kant —a quien todos identificaban por su enorme y desproporcionada cabeza— y llevaba por vida una rutina casi militar, pensaba que el buen gusto estaba en la imaginación.
No es que se trate de un mito que solo al explorar el mundo interno es revelado, pero el mecanismo para explicar el buen gusto se parece más a este mito, que a lo que proyecta superficialmente la realidad.
Carrie Fisher lo explica en una película: “Todo mundo asume que tiene un buen sentido del humor y mejor gusto”. Pero este buen gusto trae consigo un dilema inseparable y por ello fascinante: ¿cómo se ha de definir?
La primera barrera en este ejercicio parece simple, pero apunta a un espejo frente a otro: la subjetividad. Puedo pensar que una obra de Mark Rothko es un modelo de belleza mientras que en la misma habitación hay alguien a quien le parece infantil y sin sentido. Pero hay sociólogos que aseguran que las preferencias artísticas no son del todo subjetivas y que cuentan con componentes sociales. Por ello la pregunta: ¿está la belleza en el ojo que la percibe?
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¿Por qué te gusta lo que te gusta?
Responder por qué gusta algo no es tan simple. Las preferencias pueden ser inducidas por registros sociales, históricos, de hábito o aspiracionales. Pero el buen gusto no puede ser limitado como una función para agradar consciente o inconscientemente a los círculos sociales cercanos. Cuando mucho, podría apuntar a ser un componente de una preferencia compartida.
Por encima de un juicio, tener buen gusto implica intuir una propuesta de valor. David Hume, el filósofo inglés del Siglo XVIII pensó que el buen gusto exigía “delicadeza de los sentimientos” para detectar y distinguir aquello que pudiera ser agradable de lo que no. Da la impresión que el buen gusto estaría limitado a una evaluación de la calidad de la obra en cuestión por un criterio homologado y estable, sea en grupos sociales, siglos y latitudes.
Pero no, la experiencia dicta lo contrario. Por ejemplo, en el Tíbet rural la cocina que se considera más sabrosa sabe extraño. Dados los accidentes ortográficos, los asentamientos habitables se encuentran a una considerable altitud, lo que hace que la gente difícilmente baje a los valles para aprovisionarse de combustible y use el excremento de yak (una especie de bisonte) como parte del fuego que calentará sus alimentos. Esta ha sido la tradición a la que se han visto expuestas varias generaciones de tibetanos, que cuando prueban algo que no tenga ese característico aroma de cocción, lo rechazan.
Los componentes del buen gusto
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Dos críticos de vino se dan cita en un espacio para evaluar una nueva botella. El primero establece que el vino es excepcional por una nota a cuero que llamó su atención. El otro crítico, emocionado, habla de un inusual sabor a cuero que lo cautivó. Al final del evento, se vacía el recipiente del vino y se encuentra una llave con una correa de cuero atada a ella.
Esta situación narrada por el propio David Hume apunta que la experiencia, las horas de vuelo y la sensibilidad para comparar y degustar sutiles componentes —ya sean de vino, arte, música o cualquier representación de la realidad— puede influir, pero no necesariamente determinar.
Parte de las implicaciones para comprender el buen gusto apunta a considerar los ingredientes individuales de la obra a considerar en función armónica e integrada de la colectividad de los elementos que la componen. El vino es una pieza de colección para el crítico que le encontró sabor a metal, como para el que le dio peso a una discreta esencia a cuero. Ningún componente lograría explicar el efecto del buen gusto de manera aislada, el papel relacional de sus ingredientes parece ser la llave para notar que, en lugar de obedecer un juicio analítico, se trata de uno integrador.
Llama la atención una aproximación al respecto que la revista Peterson’s, una influyente voz en la etiqueta femenina de finales del Siglo XIX, hiciera al respecto en 1842: “el cambio en la moda es solo la expresión de un intelecto despierto que busca a tientas en los detalles o en los grandes fenómenos. ¿Por qué la pureza de la mente de una mujer, su ojo ágil para la elección cromática, o su sentido estético del acomodo no debería verse reflejado en su atuendo, así como en los cuadros de su casa y en su jardín?”
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Si en algo filósofos y sociólogos se entienden, es en el hecho de que el buen o mal gusto se cierne en un marco de referencias sobre el cual se imputa un criterio de homologación orientado a valores que conjugan relaciones de admiración, aceptación o atracción.
Kant, al respecto, es simple y contundente. “Cuando juzgo que algo es bello es porque me gusta. Punto.” Pero esto se complica cuando el propio Kant pregunta “Pero, ¿por qué me gusta lo que me gusta?”.
Para este filósofo alemán, el placer que se obtiene de un objeto genuinamente bello no reside en el hecho de que solo pueda resultar agradable. Por encima de esta sensación superficial, se disfruta el hecho de conectar —por la razón que sea— y para ello tuvo que haberse ejercitado el pensar. Así es como se estimula una de las facultades más refinadas y sublimes en el ser: la contemplación. Kant llamó a esto el libre juego del entendimiento y la imaginación.
Por ello, cuando se pretende discernir si algo es hermoso o no, lo que en realidad se debate es qué tan aceitada tiene uno, la capacidad de imaginar.
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Un objeto bello cuenta con una estructura, consistencia o unidad que no puede terminar de describirse. No hay reglas de empleo ni acuerdos sociales que determinen el uso del concepto de belleza, pero el sentimiento de placer tampoco figura como única fuente de valor para delatar cuando se está en presencia de algo hermoso.
Frente a una obra maestra se tienden patrones, guiños, capas y referencias que orientan la lectura hacia un encuentro de nuevos significados, lo que demanda —al menos— imaginación, pero como la belleza es un concepto inacabado y subjetivo, la mera búsqueda puede constituir parte de la dimensión de este mentado buen gusto.
Dicho de otra manera, es el viaje, no el destino; la búsqueda y no el encuentro; el depositario de la fascinación por descubrir todas las dimensiones que una obra puede presentarle a la razón y a la emoción humanas.
Por eso los objetos bellos intrigan y guardan un velo de magnetismo y misterio sobre sí: requieren todo menos una lectura superficial. Y como nada existe de manera intrínseca, los objetos abren constantemente formas de entenderlos porque no habrá uno exclusivamente correcto ni fórmula que dicte hacia dónde se ha de tender tal juicio.
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Kant pensaba que el buen gusto residía en la capacidad de imaginación. De esa forma (personal, interna e indescriptible) se descubrirían nuevas capas de exploración, significados inesperados y argumentos para mantener vivo este ejercicio de búsqueda.
¿Qué puede ser entonces, el buen gusto? Detener los patrones reactivos de la vida cotidiana, golpear los sentidos como mecanismo de bienvenida a una provocación para hurgar más a fondo, explorar sin otra brújula que aquella que prometa nuevos y diferentes horizontes, valorar todas las capas que hacen de la complejidad un antídoto a la fugacidad, saber que enfrente se tiende un valor que desconoce ceros y que para muchos resulta intrascendente, incluso volátil. Por nombrar ejemplos que, en realidad, nada han de hacer sentido con lo que puede ser el buen gusto.
(¿Tener la mente presente, sin aferramiento y sin distracción? Por aquello de lo que William James decía, que hay algunas cosas que se hacen ciertas solo si estás seguro de que son ciertas.)
Contacto:
Eduardo Navarrete se especializa en dirección editorial, Innovación y User Experience*
Twitter: @elnavarrete
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El mal gusto de no saber para qué sirve el buen gusto
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