Aunque en México hay más de 75 mil desaparecidos, muchos gobiernos estatales no han implementado bases de datos que permitan cotejar información sobre personas desaparecidas y cuerpos no identificados ni contrastarla con investigaciones de otras entidades federativas. Las familias tienen que peregrinar entre morgues de distintos estados del país y someterse a un cruel proceso de reconocimiento de cadáveres.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En un salón de cortinas azules hay una computadora y un viejo reflector. Las sillas son pupitres negros. Es la Academia de Policías de Puerto Vallarta, Jalisco, donde un trabajador del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF) exhibe un power point con fotografías de 45 cuerpos u osamentas de personas fallecidas no identificadas.
Son cuerpos irreconocibles que desde 2011 aguardan a que les regresen la identidad. Osamentas desgastadas. Algunos encontrados en fosas clandestinas. Uno se tiene que imaginar en dónde estaban los ojos, la nariz, la boca. También hay huesos negros, casi calcinados, imposibles de distinguir. Son de hombres de entre 45 y 50 años; sólo uno es de mujer.
Es lunes 17 de agosto. Familiares de personas desaparecidas que pertenecen al Colectivo Buscando Personas, Verdad y Justicia, y viajaron desde Aguascalientes, buscan entre esas imágenes de horror a sus hijos. Está María de Jesús de León, Chuy, como le dicen, que busca a su hijo José Guadalupe Rodríguez, desaparecido hace nueve años en el puerto junto con Arturo Muñoz, hijo de Angélica Romo, también presente. Javier Espinosa Granados busca desde hace 13 años a un hijo que lleva su mismo nombre. Los acompañan ocho activistas que pertenecen al Observatorio de Violencia Social y de Género (OVSGA).
María de Jesús respira profundo y rápido cuando ve los cuerpos. Javier Espinosa, ante el horror que acompaña a las muertes, baja la mirada. Angélica Romo prefiere no mirar. Una mueca de enojo se dibuja en la cara de las activistas, inconformes con el cruel método de identificación.
Entre osamentas calcinadas y cuerpos incompletos es imposible distinguir a José Guadalupe y la playera azul con la que desapareció, a Arturo con su camisa a cuadros café o a Javier y sus tenis blancos.
“De esta persona sólo se encontró la mitad del cuerpo, del abdomen para abajo”, dice la perito del IJCF, Mar Tovar Peña, al mostrar una foto de extremidades humanas encima de una mesa metálica.
Javier Espinosa se pregunta cómo podrá identificar a su hijo si sólo ve cuerpos destrozados, huesos y rostros desfigurados, y lamenta la exhibición de esos pedazos: “A tu familiar se lo llevaron bien, que lo vayas a ver de esa manera te trastorna. Hay gente que no aguanta. Nos dañan”.
El conoce esa tortura de buscar de semefo en semefo: en abril de 2007 su hijo Javier recogía su pago por un trabajo de albañilería cuando un comando armado se lo llevó con ocho personas hacia las afueras de Aguascalientes, por eso también lo busca en otros estados.
La sospecha de que el familiar desaparecido haya sido llevado a una entidad diferente a la de origen es siempre una posibilidad que hace que la búsqueda se vuelva tortuosa e infinita. Las fiscalías estatales ocasionalmente intercambian datos, y poca gente tiene dinero para viajar, visitar morgues y revisar los archivos de la muerte con la información de cada cadáver ingresado.
En el IJCF de Lagos de Moreno hay cuerpos que pertenecen a personas de Guanajuato, Michoacán o Estado de México, pero el personal no sabe explicar por qué siguen en esa morgue saturada que resguarda 102 cuerpos aunque le caben 87. Además, el instituto jalisciense tiene “en investigación” el destino de 355 cuerpos ingresados a sus instalaciones, como admitió ante una solicitud de información.
Proceso de tortura
Esta primera Caravana Regional de Búsqueda de Personas Desaparecidas tuvo como tarea recorrer fiscalías y semefos de Puerto Vallarta, Guadalajara y Lagos de Moreno, en donde al menos hay una decena de carpetas de investigación por la desaparición de personas originarias de Aguascalientes. En cada parada las víctimas tienen que apechugar, tragar saliva y mirar atentas con la esperanza de encontrar algo familiar: un tatuaje, una cicatriz, una prenda. Pero a la vez con el deseo de no encontrar.
Esta es la tercera vez que Chuy busca en un semefo a su hijo. La primera vez fue hace seis años en la Ciudad de México, la segunda en 2018, entre los cuerpos de los tráileres en Tlaquepaque. Angélica Romo ha estado en cinco semefos de otros estados buscando a su Arturo. “Mi esposo casi se desmaya en el forense de Ciudad de México”, recuerda.
Estas familias representan a otras que no pudieron venir. En alguna parte de los 150 kilómetros de frontera que comparten Aguascalientes y Jalisco se perdió el rastro de Sergio de Lara, de 28 años, en 2011. Paola Álvarez, de 16 años, en 2015, en Cieneguillas. En el mismo lugar, dos años después desaparecieron Cristian y José Ángel Vázquez, de 22 y 23 años. En mayo de 2018, Maricela Aguirre, en Encarnación de Díaz, a 20 minutos de Aguascalientes. Con el encargo de encontrar a esas otras personas, ellas deben fijarse en cada foto.
Esto molesta a Violeta Sabás, lider del observatorio, quien critica el proceso de tortura al que son sometidas las familias obligadas a ver una pasarela de víctimas desfiguradas de las que, estima, “solo 10% es identificable”.
En Jalisco hay oficialmente 11 mil 99 personas desaparecidas. Aguascalientes tiene un registro de 255, aunque la Fiscalía estatal reconoce sólo a 110.
Ambos estados comparten proyectos económicos y violencia criminal: de acuerdo con información de la Unidad de Inteligencia Financiera, el triángulo territorial entre estos dos estados y Zacatecas es disputado por el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel de Sinaloa. Pero también hay presencia de Los Zetas, el Cártel del Golfo, el del Noroeste y la Familia Michoacana.
Las familias de personas desaparecidas se organizan y cruzan fronteras estatales unidas por la esperanza de encontrar a sus seres queridos. Chuy y Angélica aprovechan para revisar la carpeta de sus hijos en la Fiscalía de Vallarta y encuentran que estos nueve años las autoridades ministeriales han acumulado 572 hojas de oficios y apenas 21 páginas de investigación.
“Los oficios de colaboración de poco han servido, el avance es nulo”, critica Chuy, quien dice que encontrará a su hijo “como sea”.
Una técnica de desgaste
Es martes 18 de agosto, segundo día de búsqueda. La caravana ingresa a un cuarto de paredes blancas y sillones azules de la sede central del IJCF en San Pedro Tlaquepaque. El aire huele a muerto, para ser precisos, a 575 muertos que están ahí, en otros salones.
El perito de la Dirección de Búsqueda, Sergio Palacios, presume el Sistema para el Archivo Básico de Personas Fallecidas, creado en 2018 por el gobierno de Jalisco, aunque tiene un defecto. “Sólo podrán ver fotos tomadas desde esa fecha”, advierte, porque no saben cómo digitalizar “las libretas” anteriores a 2018.
Las libretas son carpetas con fotografías de cadáveres no identificados. “Es el mismo horror, pero impreso en hojas de máquina”, cuenta Javier Espinosa, que buscó a su hijo entre esas fotografías cuando visitó las instalaciones de la FGR en Ciudad de México en 2010.
En la pantalla cada registro está clasificado por estado del cuerpo (completo o no), causa de muerte (desconocida en la mayoría de los casos), fecha de hallazgo y género. Además, hay íconos para clasificar si tiene tatuajes, señas particulares, pertenencias y el físico.
No se puede filtrar por rango de edad, lo que implica que si Chuy y Javier quieren buscar a sus hijos, que ahora tendrían 24 y 30 años, deben mirar 13 mil 364 fotografías de fémures y torsos calcinados, caras amoratadas, cuerpos incompletos, cráneos con tiros de gracia. Cabezas encima de mesas metálicas y hasta fetos olvidados.
“Es una técnica de desgaste”, dice Laura Orozco, miembro de Familiares Caminando por Justicia que viajó desde Michoacán para acompañar la búsqueda.
En 2006 Felipe Calderón inició la estrategia militarizada de la “guerra antidrogas” que originó una crisis humanitaria por desapariciones de personas; transcurridos 14 años, aún no se tiene un sistema eficiente que permita cotejar restos de los al menos 39 mil cuerpos no identificados resguardados en semefos del país, –como reveló la investigación Crisis Forense– con las muestras genéticas de las más de 75 mil familias que buscan a un pariente desaparecido.
El 16 de noviembre de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) estableció la obligación del Estado Mexicano de usar perfiles genéticos para la identificación de víctimas. Al final del calderonismo se anunciaron tres proyectos de identificación a través de muestras de ADN: la Base de Datos en Genética Forense en 2010, la implementación del sistema CODIS en 2011, y el programa Genética Forense en 2012.
En 2013, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) donó a México una plataforma tecnológica llamada sistema AM (Ante Mortem)/PM (Post Mortem), que “permite gestionar información de personas desaparecidas (AM) y restos humanos (PM) para facilitar la identificación”.
Para marzo de 2020 no había sido instalado en dos estados, uno de ellos Aguascalientes, y apenas 22 de las 33 fiscalías tienen conexión con la base unificada que administra la FGR.
Información entregada por la fiscalía indica que la base de datos del Sistema AM/PM cuenta con datos de 6 mil 789 personas desaparecidas y 5 mil 400 registros de cuerpos o restos.
Además, sólo se tiene información de 6 mil 550 muestras genéticas, sin que sea claro cuántas corresponden a una misma familia. En Jalisco apenas registraron 162 tomas de ADN, mientras que en Aguascalientes fueron 17.
Ante la falta de un sistema eficaz de confronta de datos, las familias de todo el país se ven condenadas a recorrer semefos, mirar libretas de registros, carpetas con fotografías, periódicos que exhiben muertos, una y otra vez, esperando identificar algún rasgo de sus seres queridos desaparecidos.
Lagos de Moreno: horror y precariedad
Lagos de Moreno, a 40 minutos de Aguascalientes, es un pueblo mágico color ocre. Su fiscalía está rodeada por caminos empedrados. Tiene un moño negro como símbolo de luto en la entrada y una morgue saturada.
Es miércoles 19 de agosto, tercer día de búsqueda. Reciben a la caravana Catalina Mireles –madre de Ana Elvira, de 23 años, desaparecida en Lagos en 2015– y Jaime López –padre de Gilberto y Jorge López Reyna, mecánicos desaparecidos en septiembre de 2019 en un rancho de Encarnación de Díaz.
La región Altos Norte de Jalisco, a donde pertenece Lagos de Moreno, es una de las más violentas del estado. De acuerdo con datos del Sistema de Información Sobre Víctimas de Desaparición, en ese municipio han desaparecido 323 personas desde 2013. Pueden ser más, la gente vive atemorizada, no denuncia por temor. Es escenario de la disputa territorial entre Nueva Generación y el cártel de Santa Rosa de Lima, con sede en Guanajuato, el estado más mortífero en 2019. A las familias no se les permite buscar fosas a campo abierto.
Pese a la violencia, sólo existe un agente del ministerio público: Ricardo Arias Mesa.
–¿Qué necesita para que haga su trabajo? ¿Para buscar a mis hijos?, le pregunta, indignado, Jaime López.
–Falta personal. Víctimas y testigos no quieren declarar. Hay poca confianza entre las corporaciones policiacas, reconoce Arias.
El señor López entrará por primera vez a un anfiteatro a buscar a sus hijos, y se dice “presionado, nervioso, no sé qué va a pasar si reconozco algo”.
En un pasillo estrecho familiares escuchan una explicación que bien podría reflejar el rompecabezas de restos humanos en que se ha convertido el país:
“Estamos viendo, de acuerdo con su perfil genético, qué cabeza le corresponde a cada cuerpo”, explica Enrique Camberos López, delegado del IJCF en Lagos de Moreno.
En Lagos de Moreno las fotografías de los cuerpos no identificados muestran las escenas del crimen: campos abiertos, patios traseros de casas, brechas rurales. Los cuerpos amarrados con cuerdas, dentro de bolsas negras, semi enterrados, repletos de golpes, calcinados.
Jaime López mira atento la exhibición del horror. Se concentra especialmente en la foto de un hombre con el rostro golpeado, tiene unos 40 años, casi la edad de sus hijos. Segundos después concluye: “no, no es”. Chuy y Angélica esperan en la camioneta, no quisieron entrar. Este día nadie de la caravana pudo reconocer alguno de los cuerpos. Chuy a veces siente que no hay esperanza, aunque ésta vuelve, dice, cuando sueña a su José Guadalupe, vivo.
*Este reportaje es parte de la serie #CrisisForense, sobre el colapso del sistema forense en México, que puede ser consultada en www.quintoelab.org/crisis-forense
**Este reportaje forma parte del número 2294 de la edición impresa de Proceso, publicado el 18 de octubre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí
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