CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– ¿Pueden acaso los lectores reconocer el país que estoy a punto de describir?
Un presidente, que nunca ha ganado el voto popular, desata toda la fuerza de sus poderes ejecutivos para evitar la derrota en una elección trascendental. En mítines fervientes y fascistoides, acusa a sus contrincantes democráticos de ser marionetas al servicio de oscuros intereses extranjeros, cautivos de revolucionarios y extremistas empeñados en propagar el caos y la violencia, una amenaza para la civilización cristiana y occidental. Advierte a sus enardecidos partidarios que si no gana la contienda venidera, sus barrios se verán invadidos por hordas de pobres y sus mujeres corren peligro. Denigra a quienes protestan contra él y no hace nada para impedir que sean atacados por matones de derecha bien equipados. Hay temores de que este hombre, que se proclama el salvador de la patria, se niegue a aceptar el veredicto de las urnas, invocando su grado de comandante en jefe para continuar en el cargo.
¿Los Estados Unidos en 2020?
En realidad, estaba retratando una situación similar en Chile hace 32 años cuando se celebraba un plebiscito para determinar si el general Augusto Pinochet, nuestro dictador desde el golpe de Estado de septiembre de 1973, permanecería en el poder o si el país iniciaría una transición a la democracia.
Es escalofriante que los intentos de Pinochet de triunfar en ese referéndum a principios de octubre de 1988 presagian la retórica incendiaria y amenazantes medidas de Donald Trump ante la probabilidad cada vez más cierta de perder ante Joe Biden en los comicios de noviembre. Pero esa elección distante en Chile también ofrece un ejemplo alentador para Estados Unidos de cómo la gente común y corriente puede a través de la movilización pacífica salvar a su república del autoritarismo.
En efecto, el 5 de octubre de 1988, el pueblo chileno votó abrumadoramente –como mi esposa y yo lo hicimos ese día en Santiago– para terminar con la pesadilla de Pinochet, con un contundente 56% del electorado marcando la opción NO en la boleta electoral. Tal paliza era esencial para la estrategia de la coalición antidictatorial. No podríamos prevalecer a menos que lográsemos una victoria de tal magnitud que el general Pinochet y sus aliados no pudieran disputar el revés. Aunque el tirano, agazapado en el Palacio Presidencial, quiso declarar la ley marcial e ignorar el recuento final, se encontró aislado después de que la Fuerza Aérea, Carabineros y destacados portavoces conservadores reconocieron el éxito incontestable de la oposición.
Muchos habían predicho que tal hazaña era imposible, dado el régimen de terror del dictador y el fanatismo de sus seguidores, pero yo estaba entre aquellos que siempre creyeron que íbamos a ganar. Cuando me preguntaban cómo se lograría semejante victoria alucinante, mi respuesta era que confiaba en la dignidad y decencia del pueblo chileno, su capacidad de lucha y amor por la justicia. Profeticé que nuestro pueblo, como tantos otros que han mostrado un heroísmo empecinado en circunstancias adversas, sabría salir de las sombras.
Me encuentro lanzando hoy una profecía análoga para Estados Unidos, país en el que resido y del que soy también ciudadano. Trump es una figura menos temible que Pinochet. Por mucho que el actual presidente estadunidense admire a hombres fuertes en el extranjero, no ha podido, pese a sus apetencias y bravuconadas, imitar esas tácticas totalitarias, es incapaz, como sí lo hizo el dictador chileno, de encarcelar y torturar a los disidentes, desaparecer y exiliar a los opositores, ni menos silenciar a los medios de comunicación. Siendo más vulnerable que Pinochet, debería ser más fácil, por lo tanto, propinarle una derrota, una vulnerabilidad que sólo hace más patente el virus que acaba de contraer. Le viene a pesar, por fin, la arrogancia con que desechó los riesgos de ese contagio.
Algunos pueden acusarme de excesivo optimismo. A pesar del daño que Trump ha hecho a su país, a pesar de su manejo criminal de la pandemia, su vandalización del medio ambiente, su guerra contra la ciencia y la convivencia, su divisiva jerga supremacista blanca, sigue siendo favorecido por el sesgo en el absurdo colegio electoral y goza de un margen considerable –y casi inverosímil– de popularidad, cercano a 44% que el general Pinochet recibió en el referéndum de 1988. Ese apoyo debería ser suficiente, si los resultados de la noche electoral llegaran a retrasarse, para que el presidente estadunidense aprovechara la confusión para declarar una emergencia nacional, invocar la Ley Insurreccional y pedir que las entusiastas y bien armadas milicias que lo apoyan se dediquen a imponer “ley y orden”. No es inconcebible que, ante tal encrucijada, se desate una guerra civil.
Para evitar un escenario tan aterrador, la oposición no puede contentarse con sólo 3, 4 o 5 millones de votos de ventaja. Trump debe ser golpeado de una manera irrefutable. Esa exhibición inmediata y concluyente de la voluntad popular tiene que estar respaldada por la decisión de esos incontables votantes de defender en las calles con sus cuerpos aquella victoria electoral.
Confío en el futuro. He sido testigo en los últimos años del despliegue masivo de tantos estadunidenses en favor del cambio climático y luchando por los derechos de las mujeres, los inmigrantes y la justicia racial. Eso me hace creer que, como los intrépidos patriotas de Chile que se enfrentaron a un dictador hace más de tres décadas, una mayoría categórica de los ciudadanos de Estados Unidos mostrará al mundo que el hombre más poderoso de la Tierra será doblegado por la voz más poderosa de un pueblo pacífico y movilizado.
Ariel Dorfman es el autor de La muerte y la doncella. Sus más recientes libros son la novela Allegro y el ensayo Chile: juventud rebelde.
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